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¿Cuál es el verdadero rostro de la devastación en la Península de Yucatán: menonitas o monopolios?

  • Foto del escritor: chaksaastal
    chaksaastal
  • 10 jul
  • 3 Min. de lectura

Por: Roberto Grajales.


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En días recientes, se documentó la clausura de un predio en el ejido Nohalal, municipio de Tekax, Yucatán, tras comprobarse la devastación de 39.6 hectáreas de selva por parte de una comunidad menonita. La intervención de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) se dio luego de una inspección realizada el 26 de junio, en la que se confirmó el cambio de uso de suelo para fines agrícolas sin autorización.


Las imágenes de la selva calcinada recorrieron redes sociales y despertaron una oleada de indignación. Por supuesto, esto no es un caso aislado. En los últimos años, la expansión menonita ha sido documentada como una fuerza activa en la transformación forestal del sur de México con más de 60 mil hectáreas de tierras de cultivo.


Ahora bien, reducir el problema de la devastación ecológica a la presencia menonita no solo es simplista, sino profundamente equivocado. Al focalizar la denuncia en una comunidad específica, se corre el riesgo de despolitizar el análisis y desviar la mirada del verdadero motor de la destrucción: las relaciones capitalistas de producción en el campo.


Para poner las cifras en contexto: si bien las comunidades menonitas han desmontado alrededor de 60 mil hectáreas, tan solo en Yucatán se destinan 534 mil 833 hectáreas a la siembra de pastos, principalmente para alimentar ganado industrial. En Campeche, el cultivo de caña de azúcar alcanza las 18 mil 520 hectáreas y la palma africana supera las 29 mil 000 hectáreas con la meta de alcanzar 100 mil hectáreas, muchas de ellas establecidas mediante el desmonte de selvas altas y medianas. Estos cultivos, aunque legalizados y regulados, responden a la misma lógica que impulsa a los menonitas: la acumulación capitalista a través del uso intensivo del suelo y la subordinación de los bienes naturales al mercado global.


Además, estas prácticas no han surgido de forma aislada o por accidente. Desde al menos 2013, burgueses como Alfonso Romo —empresario cercano a Morena—, Fernando Senderos Mestre —propietario de Kekén, principal productor porcícola de la región— y Jacobo Xacur, han promovido un modelo agroindustrial basado en el uso extensivo de maíz y soya transgénica para forraje, orientado al abastecimiento de macrogranjas. Estos actores, cercanos a los gobiernos en turno, han sido determinantes para transformar el territorio peninsular en una plataforma de producción intensiva para exportación.


En este sentido, el llamado Tren Maya refuerza este modelo, pues se estima que el 70% de su operación será para carga, y uno de sus objetivos es dinamizar la producción y exportación de 14 productos estratégicos, entre los que se incluyen el cerdo, la caña de azúcar y la palma africana. De esta manera, el megaproyecto funge como pieza clave para conectar los nodos de producción con los mercados internacionales, consolidando la agricultura al servicio del capital.


Culpar a los menonitas equivale a atribuirles una esencia destructiva, discurso que, en última instancia, resulta chovinista, racista y funcional al propio sistema que decimos criticar, pues esta acusación étnica no solo oculta las responsabilidades del Estado y los capitales agroindustriales, sino que desarma políticamente a quienes luchan por una transformación profunda del campo.


Mientras se criminaliza al pequeño productor menonita por desmontar 40 hectáreas, se legaliza y normaliza el uso de medio millón de hectáreas para el pasto ganadero y decenas de miles para cultivos industriales, en nombre del “desarrollo rural”. El problema, insistimos, no es quién produce, sino cómo y para qué se produce.


Por ello, en lugar de alimentar discursos que fragmentan y enfrentan a comunidades rurales entre sí, es urgente construir una agenda política que critique la naturaleza explotadora de las relaciones capitalistas de producción en el agro, que fortalezca la soberanía alimentaria y que reorganice la agricultura en beneficio de la clase trabajadora del campo y la ciudad. Solo así será posible detener la devastación.

 
 
 

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