Entre apariencia y esencia. Apuntes sobre el debate contra las corrientes posmodernas
- chaksaastal
- 20 nov
- 27 Min. de lectura
Por: Roberto Grajales.

En la actualidad se ha extendido la idea de que el debate no es correcto, que todos tienen razón porque cada uno observa la realidad desde un punto de vista particular y que, por lo tanto, no existen verdades generales ni principios universales. Esta concepción relativista ha impregnado incluso a sectores del movimiento popular, al punto de que cuando surge el debate se le descalifica, se le acusa de ser una disputa de egos o un intento de deslegitimar las distintas “formas de lucha”. Se afirma que los debates dividen, que son el motivo por el cual “la izquierda no puede unirse”. Bajo esa lógica, se condena la crítica y se eleva la indiferencia al rango de virtud política.
Sin embargo, esta visión no sólo es equivocada, sino que es funcional al orden burgués. El debate es una necesidad objetiva de todo proceso revolucionario, porque la lucha de ideas refleja las contradicciones reales que atraviesan a la sociedad y al propio movimiento social. Negar el debate en nombre de la unidad significa negar el movimiento mismo, ya que no hay desarrollo sin contradicción, ni claridad sin confrontación ideológica.
Primero, es necesario aceptar que existe una diversidad de formas de lucha, y en esa afirmación es necesario colocar que, en esa misma medida, no todas las formas de lucha buscan un cambio radical del sistema de producción y, por lo tanto, de la sociedad. Existen luchas que, aunque legítimas, se limitan a reivindicaciones parciales dentro del marco del capitalismo; otras, en cambio, apuntan a su superación histórica. Reconocer esta diferencia no implica despreciar las luchas parciales, sino situarlas de acuerdo con sus características en el proceso del desarrollo revolucionario.
Por lo tanto, la unidad entre diversas fuerzas no puede basarse en la negación de las diferencias, sino en su comprensión. Las alianzas deben ser tácticas, concretas y delimitadas, establecidas en función de objetivos comunes, sin perder de vista que sólo una estrategia con horizonte socialista-comunista puede garantizar la emancipación real de clase trabajadora. La unidad revolucionaria se construye sobre principios, no sobre silencios o concesiones vacías.
También es necesario señalar que existen grupos que, bajo un discurso “revolucionario”, buscan desmovilizar, fragmentar o cooptar a los cuadros avanzados. Esas corrientes utilizan los espacios de lucha legítima para fortalecer sus propios intereses o los de un sector de la burguesía para imponer su línea. A lo largo de la historia, a esas corrientes se les ha conocido como oportunistas. Su rasgo esencial no es la traición abierta, sino su capacidad para adaptarse a las circunstancias del momento, y en nombre de la “eficacia” o de una “unidad” mal entendida, esperan el momento para actuar. Desenmascarar el oportunismo no significa emprender campañas de descalificación personal ni fomentar divisiones artificiales, sino realizar una crítica argumentada y rigurosa, basada en el análisis concreto de la realidad y en la defensa de los intereses históricos de la clase trabajadora del campo y la ciudad.
La tradición del movimiento comunista ofrece ejemplos claros de cómo la crítica y el debate son motores del avance revolucionario. Marx y Engels escribieron en La Sagrada Familia una fuerte crítica a los llamados jóvenes hegelianos (Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer y Max Stirner), Marx escribió La Miseria de la Filosofía para discutir con Proudhon, Engels discutió con Eugen Dühring en el Anti-Dühring, Lenin discutió con Ernst Mach, Richard Avenarius y los empiriocriticistas en su libro Materialismo y Empiriocriticismo, Rosa Luxemburgo criticó duramente el oportunismo de Eduard Bernstein en su libro Reforma o Revolución y Alexandra Kollontái discutió en su obra con las sufragistas señalando el carácter burgués de dicho movimiento.
Estas polémicas no fueron expresiones de división, sino momentos de desarrollo ideológico que permitieron al movimiento obrero clarificar sus posiciones, consolidar su teoría y fortalecer su práctica. El debate, por tanto, no debilita la unidad; la depura, eliminando los elementos confusos o desviados que pueden obstaculizar el avance de la conciencia de clase. El silencio ante los errores o la renuncia a la crítica en nombre de la armonía sólo fortalece al oportunismo.
El debate es la forma consciente de la contradicción dentro del movimiento revolucionario. Es el medio por el cual las ideas se confrontan y se transforman mutuamente, elevando la comprensión colectiva hacia niveles superiores. Sin debate, la organización se vuelve rígida; sin crítica, la teoría se fosiliza; sin lucha ideológica, la práctica se extravía.
Por ello, las y los comunistas reivindicamos la crítica y la autocrítica como parte esencial del método dialéctico. La crítica no es destrucción, sino creación; no es personalismo, sino compromiso con la verdad del proceso. Debatir con rigor teórico, con base en principios, no significa renunciar a la unidad, sino construirla sobre fundamentos realmente sólidos.
La historia del movimiento obrero demuestra que cada avance teórico surgió de una lucha ideológica, y que cada derrota estuvo precedida por una renuncia a esa lucha. La tarea de nuestro tiempo es recuperar esa tradición científica del marxismo, superar el relativismo que disuelve toda diferencia en opiniones y reafirmar que la verdad no es una suma de perspectivas, sino el reflejo de la realidad objetiva en movimiento.
Debatir con argumentos, desenmascarar el oportunismo, distinguir entre los intereses de las y los trabajadores y los intereses de su enemigo burgués, y sostener el principio de que la unidad sólo puede ser revolucionaria si se funda en la claridad política, ésa es la responsabilidad de quienes militamos en el camino del socialismo científico.
En el debate contemporáneo sobre la transformación social, suele afirmarse que la práctica no necesita teoría, que la teoría requiere “calle” y que las estrategias de lucha pueden surgir espontáneamente de la experiencia. Sin embargo, esta posición omite una verdad fundamental: la acción humana nunca es arbitraria, porque toda práctica concreta está guiada por una concepción, explícita o no, del mundo. Las ideas que orientan la acción no nacen de la nada; se gestan en los espacios donde se reproducen las relaciones sociales: en la escuela, en los medios de comunicación, incluso en las redes sociales. En ese sentido, las ideas dominantes no surgen espontáneamente, sino que reflejan la estructura material de la sociedad. Marx y Engels lo señalaron en su libro La Ideología Alemana:
Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o dicho, en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante” (Marx y Engels, 1973, p. 50).
Las ideas, valores y representaciones que guían la práctica cotidiana no son fenómenos aislados, sino expresiones ideológicas de las condiciones materiales de producción. Por eso, el pensamiento dominante de cada época no refleja la esencia de la realidad social en su totalidad, sino solo su apariencia fenomenológica, moldeada por los intereses de la clase que controla los medios de producción y, con ellos, los medios de formación de la conciencia.
Analizar las luchas contemporáneas contra el capitalismo exige, por tanto, descubrir las relaciones esenciales que subyacen tras las formas aparentes de la práctica política, distinguir si las ideas que guían la acción son producto de los intereses de la clase dominante o de la clase dominada. Solo así la práctica puede elevarse a una práctica consciente, capaz de transformar no solo los fenómenos, sino la esencia misma de las relaciones de producción y con ello las relaciones sociales. Teniendo en cuenta lo anterior debemos darnos a la tarea de rastrear el origen teórico de algunas posturas políticas que nos encontramos en la lucha contra el capitalismo.
Una de las corrientes con mayor presencia en los movimientos sociales ha sido la denominada corriente decolonial, cuyo punto de partida teórico se encuentra en la noción de colonialidad del poder, formulada por el sociólogo peruano Aníbal Quijano. Este concepto ha influido ampliamente en la academia que fundó la escuela de los estudios poscoloniales, decoloniales y subalternos, pero también ha permeado en la lucha social.
En su ensayo Colonialidad y modernidad/racionalidad (1992), Quijano sostiene que la conquista de América instauró una estructura mundial de poder basada en la clasificación racial de la población y en la subordinación epistémica de los pueblos colonizados. Según el autor, dicha estructura habría trascendido la época del colonialismo formal y se mantendría hasta hoy como matriz organizadora del trabajo, la autoridad y el conocimiento. En sus propias palabras:
La estructura colonial de poder produjo las discriminaciones sociales que posteriormente fueron codificadas como “raciales”, “étnicas”, “antropológicas” “o nacionales”, según los momentos, los agentes y las poblaciones implicadas. Esas construcciones intersubjetivas, producto de la dominación colonial por parte de los europeos, fueron inclusive asumidas como categorías (de pretensión “científica” y “objetiva”) de significación ahistórica, es decir como fenómenos naturales y no de la historia del poder. Dicha estructura de poder fue y todavía es el marco dentro del cual operan las otras relaciones sociales, de tipo clasista o estamental. En efecto, si se observan las líneas principales de la explotaci6n y de la dominación social a escala global, las líneas matrices del poder mundial actual, su distribución de recursos y de trabajo entre la población del mundo, es imposible no ver que la vasta mayoría de los explotados, de los dominados, de los discriminados, son exactamente los miembros de las “razas”, de las “etnias”, o de las “naciones” en que fueron categorizadas las poblaciones colonizadas, en el proceso de formación de ese poder mundial, desde la conquista de América en adelante (Quijano, 1992, p. 12).
Para Quijano, la “racialización” constituye el principio fundante de la dominación contemporánea. Al hacerlo, niega que esta dominación derive de las relaciones de producción capitalistas. Al privilegiar la dimensión cultural e “intersubjetiva”, traslada el análisis del terreno material al simbólico, es decir, da un giro hacia el idealismo. En este giro, la lucha de clases es sustituida por una oposición abstracta entre occidente y los pueblos colonizados. En consecuencia, el sujeto revolucionario deja de ser el proletariado y se convierte en una abstracción de “culturas dominadas”; la emancipación deja de ser un proceso revolucionario y pasa a concebirse como una simple “descolonización del pensamiento”, como afirma en la conclusión de su ensayo.
Del mismo modo, al formular esta falsa contradicción entre Occidente y los pueblos colonizados, Quijano olvida, o niega deliberadamente, que en Europa también existen la clase trabajadora y la burguesía y, por tanto, la contradicción fundamental entre capital y trabajo. Peor aún, omite o encubre que, en América Latina, como en el resto de los pueblos no europeos, existen también burguesías locales, muchas de ellas pertenecientes a las mismas “razas” o “etnias” dominadas.
La propuesta teórica de Quijano desdibuja el carácter irreconciliable de las clases sociales y, en consecuencia, contribuye a la desmovilización política frente al capital. La confrontación de clases se disuelve en una disputa cultural, y la revolución queda relegada a un lugar secundario dentro del debate teórico y práctico. Esta tendencia se manifiesta con mayor claridad en su ensayo Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina (2014), donde su conclusión adquiere un tono abiertamente contrarrevolucionario:
En cuanto al espejismo eurocéntrico acerca de las revoluciones “socialistas”, como control del Estado y como estatización del control del trabajo / recursos / productos, de la subjetividad / recursos / productos, del sexo / recursos / productos, esa perspectiva se funda en dos supuestos teóricos radicalmente falsos. Primero, la idea de una sociedad capitalista homogénea, en el sentido de que sólo el capital como relación social existe y en consecuencia la clase obrera industrial asalariada es la parte mayoritaria de la población. Pero ya hemos visto que así no ha sido nunca, ni en América Latina, ni en el resto del mundo, y que casi seguramente así no ocurrirá nunca. Segundo, la idea de que el socialismo consiste en la estatización de todos y cada uno de los ámbitos del poder y de la existencia social, comenzando con el control del trabajo, porque desde el Estado se puede construir la nueva sociedad. Ese supuesto coloca toda la historia, de nuevo, sobre su cabeza. Inclusive en los toscos términos del materialismo histórico, hace de una superestructura, el Estado, la base de la sociedad. Y escamotea el hecho de una total reconcentración del control del poder, lo que lleva necesariamente al total despotismo de los controladores, haciéndola aparecer como si fuera una socialización del poder, esto es la redistribución radical del control del poder. Pero, precisamente, el socialismo no puede ser otra cosa que la trayectoria de una radical devolución del control sobre el trabajo / recursos / productos, sobre el sexo / recursos / productos, sobre la autoridad / instituciones / violencia, y sobre la intersubjetividad / conocimiento / comunicación, a la vida cotidiana de las gentes. Eso es lo que propongo, desde 1972, como socialización del poder (Quijano 2014, pp. 826 – 827).
Quijano incurre aquí en una serie de confusiones teóricas. En primer lugar, afirma que el marxismo-leninismo concibe la sociedad capitalista como un sistema homogéneo, en el cual sólo el capital existiría como relación social dominante y, en consecuencia, la clase obrera industrial asalariada sería la mayoría de la población. Esta interpretación es una falacia. El marxismo-leninismo reconoce plenamente que la sociedad capitalista es heterogénea y que en su seno coexisten múltiples formas de trabajo; sin embargo, esa heterogeneidad no la exime del control del Estado burgués. Toda forma de producción, asalariada o no, así como la posesión y uso de los recursos naturales, se encuentra subordinada a las leyes del capital y a la dominación de la burguesía.
Por otro lado, la realidad material demuestra que, si bien la sociedad capitalista es heterogénea y, además del proletariado y la burguesía, existen otras clases sociales y sectores populares, la tendencia a la proletarización constituye un hecho objetivo del desarrollo capitalista en México. De acuerdo con los datos censales, el porcentaje de trabajadores asalariados ha crecido de forma constante durante las últimas décadas, mientras que los trabajadores independientes o por cuenta propia han disminuido. Entre 1960 y 1980, el número de asalariados aumentó drásticamente en relación con la Población Económicamente Activa, en tanto que el sector de “trabajadores por cuenta propia” se redujo y el de “empleadores” registró un incremento menor. Esta tendencia se mantiene en los censos más recientes (2000, 2010 y 2020) y se acentúa en los momentos de crisis capitalista (2008, 2010 y 2012), confirmando que el proceso histórico de desarrollo del capitalismo en México ha transformado a millones de campesinos en jornaleros y obreros, ampliando de manera sostenida las filas del proletariado. Esto ya se había planteado en la Tesis sobre la estructura de clases del VII Congreso del PCM.
Pero es de vital importancia conocer que lo que Quijano concluye lleva implícitamente la idea de que si la clase obrera industrial es minoritaria por lo tanto la revolución proletaria, la revolución socialista no es posible. Esta interpretación dio pie a prolongadas discusiones sobre el sujeto revolucionario, las cuales desembocaron en la noción de los “sujetos políticos emergentes”. Sin embargo, esos sujetos, antes de pertenecer a un grupo cultural, pertenecen a una clase social.
Quijano continúa con sus falacias al sostener que el Estado obrero no puede construir una nueva sociedad y que su función no es la desconcentración sino la reconcentración del poder. En este punto, niega el papel del Estado como expresión concreta de los intereses de clase. Así como el Estado burgués defiende los intereses de los monopolios y de la burguesía, el Estado obrero tiene como finalidad proteger los intereses de la clase trabajadora ante la burguesía, que ha demostrado históricamente, que ante la pérdida del poder intentan su recuperación por los medios más violentos.
Para Quijano, el Estado es únicamente una superestructura sin raíz material; su análisis se desplaza del terreno concreto de las relaciones sociales al plano ideal de las representaciones. Esta postura es idealista y anticientífica, pues niega que el Estado surge históricamente de la lucha de clases y que su forma depende del carácter de las relaciones de producción que organiza y protege.
Finalmente, Quijano propone la disolución del Poder en la vida cotidiana, negando la toma del Poder político como núcleo de la revolución. Esta posición abandona la esencia misma de la teoría y práctica revolucionaria, la transformación de las condiciones materiales de existencia a través de la conquista del Poder por parte del proletariado. Al sustituir la lucha política por una ética de la “vida cotidiana”, Quijano convierte la revolución en una abstracción moral.
Esta corriente ha sido ampliamente difundida y financiada por la burguesía en las universidades, de modo que existen numerosos autores y autoras que intentan interpretar la realidad desde este punto de vista. Sin embargo, al ser una corriente idealista, tropiezan constantemente con obstáculos teóricos que trasladan audazmente al plano simbólico para explicarlos. Pero veamos cómo esta desviación teórica desemboca en una práctica política afín a la burguesía.
Como resultado del desarrollo de la teoría poscolonial, decolonial y de los estudios subalternos, varios movimientos indígenas en América Latina adoptaron sus conclusiones y comenzaron a apostar por la construcción de Estados plurinacionales, en dónde los pueblos que coexisten en un mismo país pudieran verse representados. En apariencia, esto sugiere un Estado inclusivo. Pero esta conclusión es tan abstracta que desconoce que dentro de los propios pueblos indígenas también existen relaciones económicas capitalistas.
El problema surge porque esta concepción no entiende el Poder como dominación de clase, sino como una diferencia jerárquica entre culturas. En consecuencia, el Poder deja de ser una relación material y pasa a concebirse como una relación simbólica.
La idea de unir el Poder de los explotadores y los explotados es una completa contradicción. Por ello, el llamado Estado plurinacional, al no abolir la propiedad privada de los medios de producción, ni destruir el aparato estatal burgués, termina convirtiéndose en una forma de reacomodo del Poder burgués, como ha sucedido en Bolivia y en Ecuador.
Este proceso no es casual, es promovido directamente por los monopolios que, a través de sus fundaciones, dictan la agenda política de muchos movimientos indígenas, los cuales han dejado de ser, muchas veces, movimientos con horizonte emancipador para transformarse en redes de organizaciones no gubernamentales, dependientes de subsidios externos. No es coincidencia que esas fundaciones de los monopolios destinen millones de dólares a proyectos que giran en torno a temas como la interculturalidad, el “comercio justo”, la “sostenibilidad” o la “gobernanza comunitaria”. Estas iniciativas, presentadas como solidarias, en realidad canalizan la lucha social hacia el reformismo, neutralizando toda posibilidad de confrontación real con el sistema capitalista.
Para la burguesía, toda lucha que se fundamenta en la cultura y no en la clase, es inofensiva. Mientras los pueblos y las organizaciones permanezcan dentro del marco ideológico del capitalismo, sus demandas pueden ser negociadas, absorbidas o fragmentadas mediante el Estado burgués. Este, fiel a su función de clase, concede o retira derechos, otorga o suspende programas, según las necesidades de legitimación del gobierno en turno y/o la correlación de fuerzas. Así, los movimientos pierden su independencia política y se integran en la lógica de la cooptación, donde la rebeldía se transforma en discurso y la crítica en gestión administrativa.
El problema más crítico del pensamiento decolonial y de su aplicación política en los movimientos indígenas es su fragmentación ideológica. Cada pueblo, comunidad u organización asume su lucha como una causa aislada, circunscrita a la defensa de su territorio frente al avance del capitalismo salvaje. Esta defensa es justa y necesaria, pero se vuelve estéril si no se articula con la lucha de clases. Al carecer de una estrategia de Poder y de una comprensión de la totalidad social, las resistencias locales se reducen a una sucesión de enfrentamientos parciales que no cuestionan al capital, sino sus manifestaciones inmediatas.
La mayoría de las veces, estas luchas se enmarcan en demandas de autonomía territorial, en el derecho a decidir sobre los recursos naturales o a gestionar proyectos comunitarios. Sin embargo, cuando un pueblo se enfrenta a un megaproyecto capitalista, una mina, una presa, un oleoducto, una carretera o una mega granja, su objetivo suele limitarse a lograr que ese proyecto sea cancelado y reubicado fuera de su territorio, sin importar que el mismo capital continúe destruyendo otros espacios y comunidades. En otras palabras, el conflicto no trasciende el nivel local, se impide la instalación de una empresa en un sitio, pero no se cuestiona la existencia de un sistema económico que la reproduce en otro.
Se dice que la lucha es contra el capital, pero en la práctica no se enfrenta la esencia del capitalismo, sino sus efectos visibles. Se combate al proyecto, no a la clase que lo financia y lo dirige para sus propios intereses. Y aunque en la raíz de esas luchas está, sin duda, la contradicción entre capital y trabajo, ésta no se asume conscientemente como tal. Pues, como se plantea en las Tesis sobre los pueblos indígenas aprobadas en el VI Congreso del Partido Comunista de México, la mayoría de los conflictos actuales en los territorios indígenas son, en última instancia, conflictos con los monopolios capitalistas, los cuales imponen sus intereses sobre la vida, el territorio y los recursos naturales de las comunidades.
Uno de los casos en los que esto puede observarse es en la oposición al Tren Maya. Desde el anuncio de su construcción, la resistencia se hizo presente. Durante las obras surgieron conflictos en las comunidades por donde pasaba el tren, muchas quedaron divididas, encerradas o sin caminos accesibles hacia sus parcelas productivas. Sin embargo, aquello estuvo lejos de articularse como un frente común, una lucha unificada contra el Tren Maya en su conjunto, ya no digamos contra el capital para el cual la obra es funcional. En su lugar, a lo largo de su construcción se interpusieron, por lo menos, cincuenta amparos contra tramos específicos del proyecto. Todos estos amparos fueron ganados por el Estado y el tren se construyó.
Otros ejemplos pueden encontrarse en las luchas contra las megagranjas porcícolas de Kekén, pertenecientes al Grupo KUO. Hasta ahora, lo más que se ha logrado son posiciones jurídicas en contra de las granjas; luchas legítimas, sin duda, pues es el agua, base de la vida, lo que está en juego. No obstante, estas resistencias no han podido dar el salto cualitativo hacia una lucha organizada contra el monopolio. Las comunidades se oponen, se realizan consultas, gana el “no”, se clausura una granja; sin embargo, en veinte años las megagranjas no han disminuido, por el contrario, han aumentado, sumando hoy más de quinientas en operación en toda la Península de Yucatán.
Desde el 2020, el Partido Comunista de México ya había develado la relación entre el Tren Maya y la industria porcícola, evidenciando que ambas forman parte del mismo proceso de acumulación capitalista. A pesar de ello, las luchas continuaron fragmentadas y desconectadas entre sí.
Bajo la premisa de la jerarquía cultural y el racismo, por encima de las relaciones económicas, las conclusiones de muchas de estas luchas no han ido más allá de la defensa de los derechos culturales. Y no es coincidencia que siempre existan organizaciones no gubernamentales llevando los casos, impartiendo conferencias, gestionando recursos y, en los hechos, desmovilizando; algunas veces sin proponérselo, otras con total intención.
Según Quijano, se trata de devolver el control sobre el trabajo, los recursos y los productos; sobre el sexo, los recursos y los productos; sobre la autoridad, las instituciones y la violencia; y sobre la intersubjetividad, el conocimiento y la comunicación, a la vida cotidiana de las gentes.
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿cómo se puede tener control sin poder de Estado? ¿Es posible lograrlo únicamente con un Estado plurinacional que reconozca la existencia de todos los pueblos dentro de un mismo país? ¿Acaso para Quijano bastaría con un capitalismo indígena?
Por otro lado, Quijano lanza argumentos que continúan repitiéndose hasta nuestros días. Afirma que el “espejismo eurocéntrico del socialismo” sostiene, según él, la falsa idea de que existe una sociedad capitalista homogénea y que, en consecuencia, la clase obrera industrial asalariada constituye la mayoría de la población. Con ello, bajo el prejuicio del eurocentrismo, coloca en la misma categoría al capitalismo y al socialismo, presentándolos como expresiones de un pensamiento europeo. Esta afirmación es clara, busca deslegitimar la teoría de cientos de pensadores marxistas de todos los continentes, reduciéndola al lugar de origen de los fundadores, Marx y Engels.
Pero las conclusiones de Quijano van más allá. En el párrafo anteriormente citado, este autor intenta, al igual que los empiriocriticistas en tiempos de Lenin, argumentar que su postura trasciende tanto al idealismo como al materialismo, al capitalismo y al socialismo.
Por supuesto, podríamos abordar a otros teóricos que han influido en este tema, como Fanon, que contribuyó a la idea del “pensamiento blanqueado” para explicar porque algunas personas “negras” adoptan las conductas del colonizador.
Otro de los teóricos contemporáneos que contribuyen a la confusión ideológica en el pensamiento político es Boaventura de Sousa Santos. Al igual que Quijano, su obra parte de una crítica al eurocentrismo, pero termina atrapada en los mismos límites del pensamiento burgués que pretende superar o dice superar. Ambos sostienen que tanto el capitalismo como el socialismo comparten un mismo origen europeo y, por tanto, una misma racionalidad moderna que debe ser sustituida.
Su crítica no se dirige al modo de producción capitalista como sistema de explotación, sino al “modo de conocer” como sistema de exclusión epistemológica. En consecuencia, sustituye el análisis de las relaciones sociales de producción por una reflexión sobre las “formas de saber” y la “diversidad de epistemes”, cayendo en una postura francamente idealista: creer que el cambio social depende ante todo de transformar los marcos cognitivos y culturales, y no las condiciones materiales.
Su ensayo Epistemologías del Sur es representativo de esta orientación. En él, Boaventura sostiene que las categorías del pensamiento moderno impiden comprender los procesos sociales contemporáneos y que, por tanto, es necesario crear nuevos marcos conceptuales capaces de captar lo que considera como “novedad”. A partir de este punto, introduce una concepción, donde la transformación no surge de la contradicción material entre fuerzas productivas y relaciones de producción, sino de una “apuesta” intelectual y moral por la novedad. En sus propias palabras:
No es fácil analizar procesos sociales, políticos y culturales nuevos o innovadores. Existe un riesgo real de someterlos a marcos conceptuales y analíticos viejos que son incapaces de captar su novedad y por ello propensos a desvalorizar, ignorar o demonizarlos. Esta dificultad lleva a un dilema no inmediatamente obvio: sólo es posible crear nuevos marcos conceptuales y analíticos sobre la base de los procesos que generan la necesidad misma de crearlos. ¿Cómo se definiría esta necesidad? ¿Cómo se debería sentirla? Esta necesidad es metateórica y metaanalítica, es decir, implica la escogencia política para poder considerar semejante proceso como nuevo, y no como extensiones de los viejos procesos. No se trata de una escogencia que pueda adecuadamente teorizarse a sí misma, puesto que los mismos procesos, a excepción del caso de rupturas estructurales totales, podrían decidirse por cualesquiera de las escogencias por razones igualmente creíbles. Detrás de la escogencia hay una apuesta y un acto de voluntad e imaginación, más que un acto de razón especulativa. Escoger la novedad implica una novedad voluntariosa. ¿Qué fundamenta esta voluntad? Un sentido de incomodidad y no-conformismo con respecto a nuestro presente, un presente que no deseamos perpetuar porque creemos que merecemos algo mejor. Por supuesto, para que la apuesta sea creíble es necesario invocar argumentos sensatos. Pero tales argumentos circulan en contra de un trasfondo incierto y de la ignorancia, los ingredientes mismos de la apuesta. El asunto se vuelve aún más complejo una vez que la novedad mira el futuro apuntando al pasado, e incluso al pasado antiguo. Para un modo de pensamiento enmarcado en la concepción moderna del tiempo lineal esto es absurdo: cualquier objetivo de volver al pasado es viejo y no nuevo. Para ser mínimamente consistente esto debe suponer la invención del pasado en cuyo caso el por qué y el cómo de la invención se convierten en la cuestión. Esto nos regresa a la cuestión de la novedad (de Sousa Santos, 2011, p. 20).
En el pasaje citado, Boaventura de Sousa Santos afirma que analizar procesos sociales “nuevos” con marcos “viejos” impide captar su novedad y conduce a desvalorizarla o demonizarla. Esta formulación instala un falso antagonismo entre novedad y teoría previa, y, en los hechos, desplaza el análisis de la realidad material hacia una problemática epistemológica: ¿quién valida, con qué criterios y desde qué “sur” cognitivo? El problema no es secundario. Cuando este argumento busca suplantar a la economía política, la crítica se vuelve idealista, las transformaciones quedan en el plano de los lenguajes y las legitimidades, mientras el proceso objetivo de acumulación, explotación y dominación de clase permanece intacto.
Desde el materialismo histórico y su método dialéctico, la novedad no se opone a la teoría, por el contrario, es su objeto. La dialéctica parte del movimiento de la materia y de la contradicción como motor del desarrollo. Por eso sus categorías son históricas y vivas; se verifican y se reformulan en la práctica social, no se fetichizan. Engels lo expresa al concebir la dialéctica como la ciencia de las concatenaciones y del desarrollo que rompe la gradualidad en saltos cualitativos, negando toda metafísica de esencias inmutables y toda teleología que descanse en “principios eternos” desprendidos de la práctica.
En este marco, presentar al marxismo-leninismo como un “marco viejo” incapaz de comprender lo emergente es incorrecto. Precisamente porque es un método científico que une la investigación de la base económica con las formas políticas, el marxismo explica la emergencia de nuevas formas de lucha, nuevas fracciones de clase y nuevas tecnologías como resultado de contradicciones previas (por ejemplo, entre fuerzas productivas y relaciones de producción). La novedad, dialécticamente, no niega la ley de la lucha de clases, la reconduce a su nivel concreto en cada momento histórico.
Esta precisión es crucial para leer fenómenos actuales y movimientos sociales. La desconfianza posmoderna hacia categorías como “clase”, “explotación” o “poder de Estado” suele desembocar en dos salidas: un pluralismo desclasado, resistencias sin centro estratégico. Como resultado tenemos la desorganización táctica, incapacidad de disputar el Poder y de unificar demandas en un programa político y caminos que conducen al reformismo. Dialécticamente, esto es un retroceso formal que no suprime la contradicción capital-trabajo.
Conviene subrayar que la dialéctica no absolutiza “lo viejo”; lo historiza. Por eso distingue esencia y fenómeno. La apariencia novedosa (una red, una plataforma, una moneda comunitaria) puede ocultar una misma esencia (subsunción del trabajo, extracción de plusvalor, reproducción ampliada del capital) o puede condensar una tendencia progresiva (cooperación real, control obrero, planificación social) cuando se articula con un proyecto de Poder. La clave es el criterio de totalidad: ¿qué relación guarda ese fenómeno con la propiedad, el Poder político y la dirección del proceso productivo?
También es falso equiparar “modernidad/colonialidad” al socialismo como si ambos compartieran un mismo “origen europeo” y, por ello, fuesen equivalentes. El socialismo científico no es un “relato europeo”; es la expresión teórica del movimiento real de la clase obrera y de la crítica implacable de la economía política. Su universalidad no reside en una cultura, sino en una ley material y mientras exista producción de plusvalor y propiedad privada de los medios de producción, habrá explotación, antagonismo de clase y necesidad de una transición hacia la construcción del socialismo-comunismo.
Boaventura privilegia la pregunta por los marcos cognitivos y la validación de saberes; el marxismo-leninismo prioriza la base material, las contradicciones objetivas y la organización del Poder para su resolución. La invocación de la “novedad” como ruptura con los “marcos viejos” conduce a un idealismo metodológico y a un pluralismo sin estrategia de clase.
En conjunto las corrientes decoloniales, poscoloniales y los estudios subalternos han desplazado el eje de la lucha de clases hacia una multiplicidad de oposiciones culturales. Se habla de culturas dominantes y dominadas, de pueblos dominantes y pueblos oprimidos, del centro contra la periferia, del “norte global” frente al “sur global”. Esta última pareja se ha vuelto un lugar común. Su aparente fuerza radica en que presenta un mapa sencillo, un arriba y un abajo del mundo. Sin embargo, ese mapa reorganiza el conflicto histórico material en claves simbólicas o geográficas. En lugar de situar la contradicción entre quienes poseen los medios de producción y quienes solo poseen su fuerza de trabajo, independientemente de su nacionalidad o geografía, convierte la dominación en una relación entre territorios o entre identidades culturales.
La categoría norte-sur no es neutra. Surgió para sustituir la clasificación de los tres mundos y para disolver la diferencia entre el campo capitalista y el campo socialista bajo un mismo rótulo de “norte global”. Con ese movimiento se coloca al socialismo y al capitalismo en el mismo cajón “eurocéntrico”. El procedimiento es ideológico. En la superficie fenoménica se observa un reparto desigual de riqueza entre zonas del planeta. En la esencia, lo que opera es la ley del valor, la apropiación privada del plusvalor y la estructura mundial de monopolios y capital financiero que Lenin señaló como rasgo fundamental del imperialismo como fase superior del capitalismo. La dialéctica enseña a no confundir la forma con el contenido. Norte-sur puede ser una forma, pero su contenido es la dominación del capital sobre el trabajo a escala mundial. La oposición cultural o geográfica no sustituye la relación social, solo la recubre.
El Informe Brandt reforzó esta operación ideológica. Elaborado bajo la conducción de un dirigente de la socialdemocracia alemana, propuso una cooperación entre norte y sur para el desarrollo. Presentó la catástrofe del hambre, el armamentismo y la deuda como problemas que podrían resolverse mediante transferencias de recursos, apertura comercial y una cumbre de voluntades bienintencionadas. En el nivel de la apariencia, la propuesta parecía humanista. En el nivel de la esencia, se preservaba intacta la hegemonía del capital financiero. Incluso la Unión Soviética aparecía absorbida en la etiqueta del “norte”, lo que borraba cualquier distinción entre un proyecto histórico de socialización de los medios de producción y la reproducción ampliada del capital.
En las discusiones actuales el término “sur global” funciona como sinécdoque de toda dominación. Se denuncia al “extractivismo” más que al capitalismo. Se afirma que los países del norte extraen recursos del sur y se propone entonces defender el territorio, la cultura, la comunidad. La defensa del territorio es un momento real y necesario, pero no agota la contradicción principal. Cuando el “extractivismo” se separa de las relaciones de propiedad y del mando sobre el proceso de trabajo, se convierte en una categoría moral. La política resultante es una agenda que puede nombrarse anticapitalista sin cuestionar la esencia del capitalismo. Si el enemigo queda reducido a un afuera geográfico llamado “norte global”, la burguesía nacional queda exenta de crítica y de combate, cuando en países como México constituye un bloque fuerte. La dialéctica de lo individual, lo particular y lo general ayuda a despejar esta confusión. Un conflicto minero local es individual; la cadena de concesiones, subcontratación, represión y deuda es particular; la ley del valor, la exportación de plusvalor y la forma imperialista del capital es lo general. Sin esta escalera, la política se queda en la primera estación.
El desplazamiento teórico tiene consecuencias prácticas. Si la opresión se define como colonial en un sentido puramente cultural, la solución se piensa como descolonización de saberes, reconocimiento de identidades, consultas previas para los proyectos del capital o códigos de conducta para las empresas. Nada de esto toca la propiedad de los medios de producción, ni el régimen salarial, ni el control obrero, ni la planificación. Se modifican lenguajes y protocolos, pero la dominación de clase permanece. El capital acepta con gusto estas reformas de superficie porque mercantiliza la diversidad, certifica el cumplimiento y asegura el flujo de plusvalor. Para la burguesía, mantener a la clase trabajadora en el vaivén de norte y sur, identidad y reconocimiento, extractivismo y mitigación, es una ventaja estratégica. Mientras el conflicto principal no se enuncie, la acumulación prosigue.
La novedad que prometen los lenguajes decoloniales queda así reubicada dialécticamente. Toda novedad real es el resultado de la contradicción en movimiento. La superación no se obtiene por renombrar oposiciones ni por redistribuir símbolos, sino por resolver la contradicción principal en el terreno de las relaciones de producción. Cuando el análisis vuelve al suelo material, “norte-sur” se revela como un fenómeno aparente, útil para describir desigualdades geográficas, pero incapaz de orientar una estrategia emancipadora. La orientación marxista-leninista repone la totalidad concreta: la lucha de clases en el espacio mundial del imperialismo, la organización política del proletariado, la toma del poder, la socialización de los medios de producción y la planificación de la producción.
¿Qué pasa cuando las contradicciones se hacen presentes en el ámbito nacional o local? La academia burguesa lo ha resuelto con otras postulaciones teóricas. Aquí solo mencionaremos una, que es la que se hace presente en los espacios de la lucha contra el capitalismo: la así llamada interseccionalidad.
Este concepto surge en el marco del llamado feminismo negro estadounidense, especialmente a partir de los trabajos de Kimberlé Crenshaw y Patricia Hill Collins. Ambas autoras parten de la necesidad de explicar cómo las experiencias de las mujeres negras no pueden entenderse si se analizan por separado las categorías de raza, género o clase. En palabras de Crenshaw, las mujeres de color “están situadas en la intersección de múltiples sistemas de subordinación”, y sus vivencias “no pueden comprenderse completamente observando aisladamente el racismo o el sexismo”. Collins desarrolla esta idea al afirmar que “las mujeres negras enfrentan formas intersectadas de opresión racial, de género y de clase”, en el marco de una “matriz de dominación” donde se combinan el patriarcado, el racismo y la explotación económica.
Aunque el concepto de interseccionalidad puede contener elementos de la realidad, su formulación se sostiene sobre una base idealista. La raíz del problema se encuentra en que sitúa el origen de la opresión en el ámbito de las identidades y no en las condiciones materiales de existencia. El sujeto oprimido es definido a partir de su ubicación simbólica, como mujer, negra, pobre o lesbiana y no desde su posición dentro de las relaciones de producción. Las estructuras sociales aparecen, así, como la suma de múltiples discriminaciones que se cruzan en el individuo, sin una causa común que las explique. Al centrarse en la subjetividad y en la experiencia vivida, la interseccionalidad invierte la relación entre el ser social y la conciencia, suponiendo que la comprensión del mundo puede alcanzarse desde la percepción individual y no desde las condiciones objetivas que determinan la vida social.
Desde este enfoque, las categorías de clase, raza o género se presentan como sistemas autónomos, equivalentes y yuxtapuestos. Es necesario precisar que aquí el concepto de clase no tiene, valga la redundancia, un carácter clasista, sino más bien identitario. El resultado es una fragmentación del análisis, la totalidad social se disuelve en una multiplicidad de opresiones particulares. De este modo, la interseccionalidad pierde la posibilidad de explicar el origen común de esas formas de dominación en la organización económica de la sociedad. Para la interseccionalidad, el racismo y el patriarcado no se comprenden como expresiones históricas de la división del trabajo y de la apropiación privada de los medios de producción, sino como patrones de repetición social, redes discursivas o simbólicas que pueden superarse mediante el reconocimiento y la representación. El énfasis en la identidad y en la experiencia desplaza la atención desde la transformación de las relaciones materiales hacia el ámbito del lenguaje y del reconocimiento cultural. Se sustituye la lucha por la emancipación social por una política de visibilidad, donde lo central no es abolir la explotación, sino garantizar la validación de las identidades oprimidas dentro del orden existente. En ese sentido, la interseccionalidad traduce el conflicto social a un problema moral y epistémico que busca corregir los sesgos de la mirada antes que modificar las condiciones materiales que los producen. Así, aunque denuncia desigualdades reales, termina por mantener intactas las bases que las originan, pues su campo de acción se limita al terreno simbólico y no alcanza la raíz estructural de la opresión.
Las teorías mencionadas captan fragmentos verdaderos de la realidad. Señalan, describen y evidencian fenómenos que nadie debería negar. Sin embargo, el eje del problema no está en la simple observación, sino en la transformación de la sociedad. El conocimiento que se detiene en la apariencia queda preso de lo inmediato. Cuando el análisis no asciende de lo particular a la totalidad concreta, termina sustituyendo la contradicción central de la vida social por un mosaico de agravios y categorías morales. Así, lo que comienza como denuncia legítima concluye en salidas individuales o colaboracionistas que conservan intacto el contenido material del orden vigente.
Que existan racismo, violencia de género, extractivismo u otras formas de opresión es un hecho. Pero su conexión interna se explica en el terreno de las relaciones sociales de producción y de la organización histórica del Poder. Cuando se toma cada forma de opresión como un sistema autónomo y equivalente, el análisis se fragmenta. Se confunde la diversidad de manifestaciones con la pluralidad de causas, y se pierde el hilo de la necesidad histórica que integra los fenómenos en una misma ley de movimiento.
También es cierto que se pueden enumerar otros autores y variantes del posmodernismo o la llamada teoría crítica. Conviene, no obstante, situar su procedencia y su función social. La existencia de subvenciones universitarias, de fondos dirigidos a organizaciones civiles y de espacios de difusión académica no es una casualidad dispersa. Responde a la necesidad de la burguesía de encauzar la protesta hacia lenguajes compatibles con el orden burgués. No se trata de negar toda producción teórica nacida en la academia, sino de mostrar cómo, en su conjunto, estas mediaciones empujan las luchas a protocolos, certificaciones y reformas que dejan intactas la propiedad, el mando sobre el trabajo y la apropiación de la riqueza.
Las y los comunistas tenemos el deber de debatir estas corrientes con rigor y sin caricaturas. El mundo cambia, las formas de dominación se reorganizan y la oposición al capital adopta ropajes nuevos. Lo que no cambia es la esencia del capitalismo como relación social basada en la apropiación privada del excedente producido socialmente. Por eso la novedad real no consiste en renombrar las diversas formas de opresión ni en multiplicar los foros de reconocimiento, sino en desatar las fuerzas sociales que pueden resolver la contradicción en el terreno donde nace.
Un análisis que parta de la totalidad concreta permite comprender el imperialismo como la fase superior del capitalismo, la época de los monopolios y del capital financiero. Esta clave permite entender mejor la guerra y la paz armada, los tratados internacionales y los acuerdos comerciales, las cadenas globales de valor y la deuda, así como las oscilaciones de la política exterior hacia uno u otro polo imperialista. Lo que a primera vista parecen decisiones técnicas o diferencias culturales aparece entonces como lo que es en su contenido: estrategias de reproducción y disputa de la ganancia a escala mundial.
El mundo nuevo sin explotación y sin las diversas formas de opresión derivadas de ella no se alcanza con un catálogo de identidades reconocidas ni con un manual de buenas prácticas. Se vuelven realidad cuando la mayoría trabajadora tome en sus manos el Poder, reorganice la producción y ponga la riqueza social al servicio del desarrollo pleno de las capacidades humanas. Libertad no es elegir entre mercancías, sino emancipar el tiempo de vida del yugo de la ganancia. Esa es la diferencia entre una política que administra paradojas y una política que transforma la base de la sociedad.
Bibliografía:
Crenshaw, K. (1991). Mapping the margins: Intersectionality, identity politics, and violence against women of color. Stanford Law Review, 43(6), 1241–1299.
Engels, F. (1974). La dialéctica de la naturaleza (trad. Wenceslao Roces). México: Grijalbo.(Obra original publicada entre 1873 y 1883).
Hill Collins, P. (2000). Black Feminist Thought: Knowledge, Consciousness, and the Politics of Empowerment (2nd ed.). New York, NY: Routledge.
Lenin, V. I. (1916). El imperialismo, fase superior del capitalismo. Moscú: Editorial Progreso.
Lenin, V. I. (1909). Materialismo y empiriocriticismo. Moscú: Editorial Progreso.
Marx, K. (1859). Contribución a la crítica de la economía política. Moscú: Editorial Progreso.
Marx, K., & Engels, F. (1846). La ideología alemana. Edición consultada: La ideología alemana. (1970). México: Grijalbo.
Marx, K., & Engels, F. (1848). Manifiesto del Partido Comunista. Moscú: Editorial Progreso.








Comentarios