Por Carlos Suárez
El desarrollo del capitalismo en México, como en cualquier parte del mundo, puede estudiarse a partir de la conformación de sus dos clases sociales características: la burguesía y el proletariado; propietarios extractores de plusvalía por un lado, y trabajadores desposeídos por otro. Conforme las relaciones de producción capitalistas se desarrollan y se expanden, las anteriores formas de producción y de propiedad les van cediendo el paso. La pequeña propiedad y la propiedad comunitaria, así como la producción basada en relaciones de parentesco, son barridas por el trabajo asalariado, que presupone la pérdida de los elementos esenciales para la producción. Nada que no haya sido ya descrito con mucho más detalle por Marx y Engels, cuando menos desde 1848.
En el caso de México, las condiciones heredadas de la Conquista y de la Colonia, no favorecieron una rápida proletarización de la población, incluso después del triunfo de la Guerra de Independencia. Tras la Guerra de Reforma, los procesos de expropiación y privatización de tierras, especialmente de propiedades colectivas indígenas, pusieron literalmente el piso sobre el que más adelante se desarrollaría parte de la industria capitalista. Durante el Porfiriato, la instalación y el desarrollo de importantes industrias favorecieron la aparición de un proletariado industrial. Sin embargo, aunque el capitalismo a nivel mundial había alcanzado ya su fase imperialista con un papel sumamente importante de las industrias, México era para entonces un país mayoritariamente agrícola (con todo y que algunas zonas ya despuntaban por su desarrollo industrial a nivel continental, como el caso de Monterrey). Entre las clases que componían la sociedad, dos grupos importantes eran los hacendados y los peones. La necesidad de campesinos y peones de luchar por la recuperación de sus tierras y contra su explotación, y la necesidad de una joven burguesía nacional por posicionarse como clase dominante para acelerar el desarrollo capitalista, coincidieron en el conflicto armado conocido como la Revolución mexicana.
Derrotadas las facciones revolucionarias más radicales (encabezadas por Zapata y Villa), la solución al problema de la tierra quedó en manos de la burguesía triunfante. Como una estratégica concesión al campesinado, fue declarada la repartición de tierras y el reconocimiento legal de los ejidos. De esta manera, iniciaba sobre el papel el proceso de devolución de tierras a comunidades agrarias. Es necesario señalar que la propiedad privada de la tierra nunca dejó ni ha dejado de ser una realidad, y que no pocas tierras entregadas a campesinos carecieron de la calidad suficiente para permitir a ellos y a sus familias y comunidades sostenerse, quedando reservadas las de mejor calidad a los grandes terratenientes y empresas.
La puesta en marcha de la Reforma agraria, cuya dinámica varió, no obstante, bajo la gestión de los sucesivos presidentes, amortiguó de manera importante el proceso de proletarización de la población. La pequeña propiedad colectiva y comunitaria, crecientemente mermada tras la Guerra de Independencia, había iniciado un proceso de relativa restitución, cuya consumación ha sido, desde entonces, una demanda constante del campesinado en sus luchas. De cualquier manera, en todo el siglo XX se desarrolló de forma sostenida la producción capitalista. La burguesía en México, con el Estado a su disposición, propició la industrialización del país y la creación de la infraestructura que la hiciera posible.
Durante la segunda mitad del siglo XX, especialmente bajo el cobijo de los Estados Unidos, se produjo una oleada de inversiones extranjeras que impulsaron el desarrollo capitalista de México. Durante ese entonces, las empresas mexicanas fueron encontrando su lugar tanto al interior como al exterior del país; unos centros urbanos crecieron y otros aparecieron; el campo vio la llegada de nuevas tecnologías agrícolas; y en zonas como Quintana Roo, la industria turística comenzaría a despegar. Acompañando estos procesos, se hicieron presentes grandes movimientos migratorios desde el campo hacia las ciudades. A finales del siglo, con una vasta cantidad de ramas industriales incubadas por décadas por el Estado, iniciarán emblemáticos procesos de privatización de empresas estatales, al igual que ocurrió en otros países del mundo. El siglo XX en México cerraría con graves crisis económicas, con la firma del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá y con la reforma al artículo 27 constitucional, que abrió la puerta a la privatización de la propiedad ejidal. Si en algún punto hubo cierta estabilidad para la clase trabajadora como resultado de alguna coyuntura internacional, al cerrar el siglo la situación del proletariado en México era, en general, de gran miseria. Las primeras décadas del siglo XXI han representado una continuidad de estas últimas tendencias: fortaleciéndose los procesos de privatización de la tierra, aumentando la llegada de inversiones extranjeras, desarrollándose nuevas y ya existentes ramas industriales, consolidando su posición nacional e internacional las agrupaciones monopolistas mexicanas, y fortaleciéndose los lazos interestatales de los países de América del Norte.
Como se indicó antes, el proceso de proletarización en México fue amortiguado por la puesta en marcha de la Reforma agraria de 1917. Es necesario hacer énfasis en el término “amortiguar”, pues la tendencia a la proletarización, aunque con reveses temporales, nunca ha dejado de mantenerse en aumento. Según datos del INEGI, en 1950 la población asalariada representaba, a nivel nacional, el 46.49% de la población ocupada de 12 años y más; mientras que en 2020, esta proporción había crecido hasta el 71.99%. Entre la población asalariada y la población “empleadora” (un 3.14% de la población ocupada en México en 2020), se encuentran los “trabajadores por cuenta propia”, entre quien cabe encontrar a pequeños propietarios y campesinos. La reducción de ese estrato a lo largo de las décadas (pasando de un 41.24% en 1950 a un 21.33% en 2020 en todo el país) permite identificar un proceso de reducción de la población que trabaja por cuenta propia (gracias a tener las condiciones materiales necesarias para ello) para insertarse a las filas de la población asalariada. La historia censal de México da una imagen aproximada de este creciente proceso de proletarización, independientemente de los cambios de gobierno y de las distintas políticas económicas y sociales impulsadas. No podría ser de otra forma, siendo México un país capitalista y siendo la proletarización un proceso inherente al capitalismo. Los procesos que han tenido lugar en las últimas décadas solo han acelerado el proceso.
Dicho esto, nuestra apuesta no es por dar marcha atrás a la rueda de la historia. No buscamos ni podemos buscar regresar a una romantizada época en la que predominaba la pequeña propiedad individual o colectiva y el bajo desarrollo de las fuerzas productivas. Recordemos que la “idílica” situación de las comunidades campesinas en México no ha existido siempre. En gran medida, su situación es resultado, en primer lugar, de la destrucción de la sociedad mesoamericana y del aniquilamiento de la mayor parte de su población durante la conquista española (lo cual a su vez es resultado directo de la expansión de las relaciones mercantiles por el mundo y del nacimiento de las relaciones capitalistas de producción). En segundo lugar, son un resultado del reordenamiento territorial de la población ya indígenizada en municipios y localidades cuya disposición es hasta el día de hoy esencialmente la misma que en tras ese reordenamiento realizado en la Colonia. En tercer lugar, cierta revitalización del campo, posterior a la Revolución mexicana fue, como ya se mencionó, una concesión de la burguesía en el poder para apaciguar a unas enardecidas masas en el campo que ya habían dado muestras de su capacidad revolucionaria. A diferencia del siglo pasado, en la actualidad a la burguesía ya no le resulta económicamente conveniente el mantenimiento de la propiedad ejidal. Las relaciones producción capitalistas en las ciudades y en el campo encontraron una traba en la inalienabilidad del ejido. No en vano la tierra ejidal ha perdido esa cualidad para ser incorporada al mercado capitalista como una mercancía más. Caeríamos en un anacronismo y una ingenuidad imperdonables si nuestro fin último fuese regresar el tiempo algunas décadas para congelar en ese punto la historia, como parecen sugerir ciertas corrientes en la academia que han permeado a una parte de los movimientos sociales.
El proceso de proletarización continuará desarrollándose como no ha dejado de hacerlo en los últimos dos siglos. Se trata de un proceso que resulta de las condiciones materiales objetivas del capitalismo y de su devenir concreto en México. Nuestra apuesta es y sólo puede ser, si queremos poner fin a la miseria de la clase trabajadora en el campo y la ciudad, la Revolución socialista que ponga todas las tierras y todas las industrias al servicio de la clase que las trabaja. En ese momento, las históricas contradicciones y asimetrías entre el campo y la ciudad podrán iniciar realmente el camino hacia su desaparición.
La nuestra no es una mirada nostálgica y estrecha hacia un pasado fantástico e idealizado, sino una mirada de optimismo, certeza científica y decisión, firmemente puesta en el futuro de la humanidad. Pero todo esto exige que trabajemos todos los días por la constitución del proletariado como una clase para sí, organizada, disciplinada, consciente de su papel histórico y dispuesta a lanzarse a la conquista de lo que siempre le ha debido pertenecer. Si nuestro trabajo práctico y cotidiano entre las masas proletarias no está a la altura de su crecimiento numérico y de los golpes que recibe de la burguesía, estaremos fracasando en nuestras tareas.
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