Entre el amor y la servidumbre, el trabajo doméstico en el capitalismo
- chaksaastal
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Por: Roberto Grajales.

En nombre de quienes lavan ropa ajena (y expulsan de la blancura la mugre ajena). En nombre de quienes cuidan hijos ajenos (y venden su fuerza de trabajo en forma de amor maternal y humillaciones). En nombre de quienes habitan en vivienda ajena (que ya no es vientre amable sino una tumba o cárcel). En nombre de quienes comen mendrugos ajenos (y aún los mastican con sentimiento de ladrón).
Yo acuso a la propiedad privada de privarnos de todo.
Fragmento del poema "Acta" del poeta comunista Roque Dalton.
Detrás de cada hombre o mujer que trabaja, que estudia o que se esfuerza por desarrollar sus capacidades humanas, existe una base invisible de trabajo que sostiene esa posibilidad. Alguien cocina, lava, limpia, cuida; alguien repone la energía, la ropa limpia, el alimento diario. Ese alguien, en la mayoría de los casos, es una mujer. Y ese trabajo, que aparece como una cuestión privada o familiar, constituye en realidad una de las condiciones materiales más profundas para la reproducción del capital, una relación social que expresa, en su forma cotidiana, una de las contradicciones esenciales del modo de producción capitalista, la que existe entre el carácter social del trabajo y la apropiación privada de sus frutos.
El trabajo doméstico, considerado muchas veces como un acto de amor o de responsabilidad familiar, tiene en su esencia un contenido económico y social. No es solo una práctica cultural, sino un componente de la reproducción de la fuerza de trabajo. Sin él, la maquinaria de la producción no podría mantenerse en marcha. La comida en la mesa, la ropa limpia o el cuidado de los hijos son parte de las condiciones necesarias para que el trabajador o la trabajadora pueda volver al proceso productivo día tras día.
En la clase trabajadora, este trabajo recae casi siempre en las mujeres del hogar. Ellas cargan sobre sí la doble jornada, participan, cuando pueden, en el trabajo asalariado y, al mismo tiempo, sostienen el trabajo doméstico gratuito que mantiene viva a la familia obrera. Su vida entera gira en torno a reproducir la fuerza de trabajo de otros, privándose de la posibilidad de desarrollar plenamente la suya.
En la clase burguesa, por el contrario, el trabajo doméstico no es asumido por los miembros de la familia. Las tareas se delegan a otras mujeres, las mujeres de la clase trabajadora, a quienes se les paga un salario precario para liberar del “peso” doméstico a las mujeres de la burguesía. Así, el trabajo que libera a unas se sostiene sobre la servidumbre de otras. Se repite, bajo nuevas formas, la vieja relación entre amo y siervo, pero ahora mediada por el dinero y encubierta por el discurso de la modernidad y la libertad individual. El hogar burgués, por tanto, no es el espacio de igualdad que se proclama, sino un pequeño taller donde se reproduce, en miniatura, la división de clases que caracteriza al conjunto de la sociedad.
Algunas corrientes reformistas proponen resolver esta desigualdad otorgando un salario o subsidio a las amas de casa, o garantizando derechos laborales a las trabajadoras del hogar. Sin embargo, estas medidas, aunque puedan representar avances parciales en el reconocimiento formal, no transforman la esencia de la contradicción. Convertir el trabajo doméstico en un empleo estable o remunerado no elimina su carácter de servidumbre, sino que lo institucionaliza. Bajo el ropaje de la justicia social, se perpetúa la existencia de una clase condenada a reproducir a otra. El capitalismo puede admitir esas reformas, porque no ponen en riesgo su lógica de acumulación; al contrario, la fortalecen al hacer más eficiente y legitimado el proceso de reproducción social.
Alexandra Kollontái postuló que la emancipación de las mujeres no podría lograrse dentro de la familia burguesa ni mediante la simple igualdad jurídica. Su propuesta de socializar las labores domésticas no partía de un ideal moral, sino de una comprensión dialéctica de la contradicción entre la vida individual y la reproducción social. Guarderías, comedores, lavanderías y cocinas comunitarias no eran para ella instituciones de beneficencia, sino formas embrionarias del trabajo comunista, donde el contenido social del cuidado pudiera liberarse de su forma privada y opresiva. Solo la colectivización de las tareas domésticas podía romper con la subordinación de la mujer al hogar y con la división sexual del trabajo impuesta por el capital.
En este sentido, la familia, tal como existe en el capitalismo, cumple una función económica precisa, garantizar la reproducción privada de la fuerza de trabajo. Allí, el amor y el sacrificio, la ternura y la disciplina, se combinan con la división sexual del trabajo para asegurar que la clase obrera se reproduzca sin costo para el capital. Por eso, la transformación real de la vida doméstica no puede reducirse a cambios culturales o educativos; requiere un cambio profundo en las condiciones materiales de la sociedad. Solo al socializar el trabajo del cuidado y de la vida cotidiana, la humanidad podrá superar la contradicción entre el individuo y lo social, entre el trabajo asalariado y el trabajo doméstico, entre la producción de riqueza y la producción de vida.
El camino hacia la emancipación no está en pedir reconocimiento al sistema que nos oprime, sino en abolir las bases materiales que lo sostienen. Mientras el trabajo doméstico permanezca encerrado en el ámbito privado, habrá mujeres condenadas a la servidumbre. La verdadera liberación, como enseñó Kollontái, no consiste en dar un salario a la esclavitud, sino en abolir las condiciones que la hacen posible.
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