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La infancia en el capitalismo

Por: Ayde Carrillo

Antonia se levanta antes de que amanezca, su cuerpo por inercia parece reconocer que la hora de las obligaciones ha llegado, pues su madre con su pequeño hermano en brazos aún no puede reincorporarse a las tareas de la casa y procurar la alimentación de la familia. Se levanta, se pone un par de huaraches que protegen sus pequeños pies y se dispone a calentar el fogón para calentar el agua del café que desayunará junto a su madre y su otro hermano que aún duerme. Muele la cantidad de masa que sus pequeños brazos aguantan a amasar en el metate, echa unas tortillas al fuego mientras observa cómo el amanecer va asomando a través del plástico que sirve de ventana en su hogar. Sabe que con él las nuevas tareas también llegan, pues la leña del fogón se va terminando y le tocará ir a recoger más. No le gusta que, cuando va por leña al monte, la aguada donde solía distraerse ahora ya no es más que agua sucia de la granja de cerdos que instalaron hace poco en su pueblo. Secretamente desea que su pequeño hermano crezca y pueda ayudarla con las tareas con las que colabora en su familia. Jugar es algo que dejó hace mucho, nadie la obliga a hacer la tarea pues es algo que hace mucho dejó de hacer cuando el profesor dejó de ir a su comunidad. Lo último que supo de la escuela es que ahora sería por televisión, la cual no tiene en su casa.

Sofía se levanta a las 10 de la mañana, despierta y revisa los trastes en la mesa, busca la comida que su madre le dejó para comer durante todo el día. Sabe que no la verá hasta la tarde y que la comida que le dejaron tendrá que racionarla entre desayuno y almuerzo si no quiere sentir hambre antes de que su madre llegue del trabajo. No tiene muchas ganas de esperarla pues le resulta cansado escuchar cómo no le han pagado los días inhábiles que trabajó y que la harán trabajar hasta tarde el fin de mes porque muchos trabajadores y trabajadoras fueron despedidos desde que llegó la pandemia. Su madre es de las pocas que quedaron con trabajo en ese hotel, en donde les dicen que debería sentirse agradecida de tener trabajo todavía, aunque ahora tenga que hacer el trabajo de tres personas y más de diez horas al día. Sofía mira sus cuadernos y recuerda que hace una semana que no avanza en las tareas, desde que les cortaron el cable y el internet porque su mamá no pudo pagarlos. Su maestra no se ha comunicado con ella y cada vez que su madre le pregunta cómo va con las tareas, para no preocuparla, ella responde que bien. Lo último que quiere es mortificarla más. Ella sabe que no pasará el curso, pero esa es otra preocupación que su madre no tiene por qué tener en este momento. Ella tiene 10 años, tampoco está muy interesada en qué pasa con la escuela ahora que todos están encerrados por pandemia menos su madre que a diario sale a trabajar y ni se da cuenta si ella come, estudia o se baña.

A Lupita, doña Mari la levanta en punto de las 7:00am, le tiene el desayuno hecho y el uniforme planchado para tomar las clases del colegio privado que su madre le paga. Desayuna fruta fresca y decide que hoy no quiere la leche, prefiere tomar un té de esos que a su madre le gustan y que los compra en esa tienda de productos extranjeros de la que siempre habla. Ella quiere ser como su madre. Aunque la madre de Lupita nunca está con ella, siempre procura que tenga todo lo que necesita para que crezca sana, fuerte y que estudie mucho, para poder encargarse de las empresas que administra. Lupita escuchó que su madre está preocupada porque en la Riviera Maya donde ésta tiene una cadena de hoteles, las trabajadoras se han quejado de que tienen mucho trabajo. Lupita no entiende bien, pues su madre siempre está contenta cuando tiene mucho trabajo y sus hoteles están llenos. No entiende por qué hay personas que se quejan por tener mucho trabajo y la única explicación que encuentra es la que su madre repite todo el tiempo: “es gente ignorante”. Lupita no se distrae mucho, termina de desayunar y se dispone a tomar sus clases mientras doña Mari le prepara el violín que por la tarde va a necesitar pues este año ha decidido que es el instrumento que quiere practicar. Las clases de pintura no resultaron como ella esperaba y la pandemia no le ha permitido tomar sus clases de natación.

La vida de la infancia puede tener múltiples matices dependiendo de la clase a la que se pertenezca. Dentro del capitalismo el desarrollo de la infancia es exclusivamente obligación de los padres y éstos únicamente piensan en la educación de sus propios hijos. La madre de Lupita no piensa en los hijos e hijas de sus trabajadoras al exigirle más horas en el trabajo y nadie piensa en las necesidades de la pequeña Antonia. Así, dentro del capitalismo la infancia es uno de los sectores más afectados, pero de manera silenciosa en donde no se ven los daños hasta que ya no pueden esconderse. El Estado no garantiza el interés superior de la infancia y el desarrollo de ésta, no propicia espacios seguros de cuidado y protección a las niñas y niños de las trabajadoras y trabajadores. Durante la pandemia la mayoría de las estancias infantiles se cerraron a pesar de que las trabajadoras nunca dejaron de trabajar.

En múltiples ocasiones se han señalado los efectos negativos que traerá consigo el megaproyecto del Tren Maya en la península de Yucatán, como son los daños al agua, al ambiente, el despojo, la explotación. Se han señalado también cada una de las mentiras con las que la burguesía parasitaria pretende vender un proyecto que se traducirá en un negocio redondo para los monopolios y la clase explotadora.

Sin embargo, nada se ha dicho sobre cómo se está comprometiendo el derecho de la infancia a un crecimiento en un medio ambiente sano. Esto se debe a que la infancia se encuentra sujeta a las decisiones que la clase dominante, la burguesa, toma acerca de su futuro. Y es que dentro del capitalismo, las decisiones que se toman en las instancias del Estado poco tienen que ver con defender a la infancia que pertenece a la clase trabajadora.

La situación de vida de la infancia en el capitalismo mucho tiene que ver con la clase en la que nace. Mientras que un niño o niña que la clase burguesa puede acceder a todos los caprichos suyos o de sus padres y al cuidado de niñeras que se encargan de mantener satisfechas todas sus necesidades y caprichos, un hijo o hija de una trabajadora o trabajador vive bajo la condena capitalista de estar restringido de la mayoría de los derechos por los cuales sus padres no puedan pagar. La situación podría ser diferente, es posible el crecimiento pleno, sano y feliz de la infancia, y hay experiencias históricas que respaldan esta afirmación. Durante la construcción del socialismo en el siglo pasado, el cuidado de la niñez fue una de las prioridades del Estado. Desde las guarderías y los comedores comunistas, pasando por la educación de elevada calidad, hasta la reducción de la jornada de trabajo eran condiciones materiales que permitían el desarrollo íntegro de la infancia Las madres y padres soviéticos podían salir a desempeñar sus trabajos tranquilos porque sabían que podían dejar a sus hijos e hijas en buenas manos y, al contar con una jornada de trabajo sumamente reducida, les sobraba tiempo para disfrutar con sus familias.

La conciencia socialista, fundada en la colectividad, establecía que el cuidado de los hijos no debía ser un asunto meramente privado, sino que era una responsabilidad colectiva. Todos los hijos e hijas de las trabajadores no solamente eran suyos, sino que formaban parte de una enorme familia proletaria que se protegía mutuamente. Al contrario de lo que dice la propaganda burguesa, el comunismo no destruyó la familia, sino que la fortaleció.

Depende de nosotros y nosotras si queremos que eso se convierta en una realidad, ya que no será tal cosa mientras persista el modo de producción que coloca a la niñez del proletariado en el total abandono. La única forma de asegurarnos las condiciones para que la niñez pueda desarrollarse, pueda educarse, jugar y relacionarse armónicamente con otros niños y niñas, es haciendo añicos al capitalismo y construir el socialismo.





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