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La lucha contra los sistemas de opresión o la lucha quijotesca contra los nuevos molinos de viento



Por Carlos Suárez


Capitalismo, patriarcado, racismo. Tres conceptos que en las últimas décadas pareciera que han cobrado vida propia hasta convertirse en cuasi-entidades que se pueden combatir desde lo individual. Entendidos como “sistemas de opresión” resultan ser análogos: el resultado de cada uno de ellos es el “privilegio” por un lado y la opresión por el otro. Además, se reproducen y se perpetúan por medio de la práctica: en el consumo, en el pensamiento, en el discurso y en los hábitos. El pensamiento idealista ha sabido reformularse en las instituciones académicas y gubernamentales para darle un nuevo lavado de cara al capitalismo y desmovilizar a las masas. Semejantes intentos (auténticos o fingidos) por cambiar la realidad sólo podrían asemejar a la lucha del Quijote contra los monstruos nacidos de su propia imaginación, que no eran más que molinos de viento en realidad. Entiéndase eso, no como una negación de los problemas sociales que han sido señalados por diversas corrientes, sino como el reconocimiento de sus errores a la hora de identificar las causas de esos problemas; cayendo en el más burdo idealismo la mayoría de las veces.


Desde la academia, a pesar de que se reconoce que estos “sistemas” están fuertemente relacionados entre sí, se plantea que pueden “reproducirse” por separado. La consecuencia práctica es que, independientemente de las formas en que se manifieste esa lucha, se tratan de luchas aisladas tanto política como organizativamente. Para quienes reconocen la realidad de estas opresiones a su alrededor, y que desean combatir aquello que encuentran como un problema, resulta alentador y cómodo pensar que desde su individualidad y espontaneísmo están combatiendo estos “sistemas” y que, de esa manera, tarde o temprano “van a caer”. Así, basta con cambiar de hábitos de consumo, de habla y de pensamiento para convertirnos en luchadores y luchadoras. Si quiero combatir al capitalismo, tan solo requiero dejar de comprarle a las empresas capitalistas y empezar a producir mis alimentos en un huerto casero, así como dejar de usar dinero para volver al trueque. Si quiero combatir al patriarcado, basta con dejar de ver pornografía y de compartir memes con chistes machistas. Si quiero combatir el racismo, será suficiente que reconozca mis raíces indígenas y deje de asociar la piel morena con cualquier tipo de inferioridad. En el mejor (?) de los casos, se señala la necesidad de que tales cambios sean asumidos por el conjunto de la sociedad. Al final, pareciera que el sentimiento de autocomplacencia es lo que marca la pauta: tanto mejor luchador social se es cuanto mayor satisfacción se obtenga de las acciones individuales de uno mismo. ¡Es que estar satisfecho con uno mismo es hoy el mayor acto de rebeldía! No está de más recordar las palabras de Lenin ante la semejante actitud de los intelectuales en la época de la Rusia zarista: “¿Quién ignora la facilidad con la que en la santa Rusia, el intelectual-radical, el intelectual-socialista se convierte en un empleado del gobierno imperial, consolándose con el "bien" que hace dentro del marco de la rutina oficinesca, en un burócrata que justifica con ese "bien" su indiferencia política?” (Las tareas de los socialdemócratas rusos).


El Estado burgués y sus instituciones, incapacitados para ignorar estos asuntos ante los cada vez más grandes reclamos sociales, arropan estas teorías y crean programas y órganos dedicados a esta “lucha”, de manera que es cada vez más común encontrar programas de combate al racismo y al machismo de forma institucionalizada. Lo que resulta de ello es la idea de que el Estado está haciendo “su chamba” y que es posible acabar con esos problemas de forma paulatina y sin sobresaltos. La clave, a final de cuentas, está en el cambio de conciencia, según postulan estas corrientes. No podrían estar más felices las burguesas y burgueses que encabezan las instituciones: se abre el camino a la conciliación entre clases, y además surgen nuevos recursos discursivos para mantener a raya los estallidos de descontento social, y de paso, para poder escalar posiciones en la pirámide del poder estatal burgués.


Las y los comunistas reconocemos que existen múltiples formas de opresión (con todo y que este término sea quizá demasiado abstracto). Reconocemos la múltiple violencia que distintos grupos han enfrentado a lo largo de la historia, y cuya vigencia se extiende hasta la actualidad. Sin embargo, no reconocemos que existan “sistemas de opresión” contra los cuales se pueda luchar por separado. La realidad es una sola, y ello nos exige estudiarla (y plantearnos su transformación) como una totalidad, y no a partir de parcialidades que se hacen pasar por totalidades consciente o inconscientemente. Esto no quiere decir que toda forma de opresión derive del capitalismo, pues un planteamiento semejante carecería de sustento histórico. Lo que sí quiere decir es que estas formas de opresión surgen y se desarrollan en determinadas condiciones materiales, bajo el cobijo de determinadas relaciones de producción.


Una historia de la opresión en la humanidad tiene que pasar necesariamente por una historia de sus relaciones de producción y de sus fuerzas productivas, de sus modos de producción. Hallaremos que las condiciones que en algún punto las hicieron surgir prevalecen en el capitalismo y en él se han intensificado como nunca. Las relaciones de producción, que determinan la existencia de unas y otras clases, son la base de cualquier sociedad humana: el cómo se producen los bienes indispensables para la vida, la cuestión de quiénes los producen y de quiénes consumen los productos del trabajo social. No son las relaciones sentimentales, ni las relaciones de parentesco, ni las relaciones interétnicas las que determinan el curso de la sociedad, sino las relaciones de producción, aunque estas se manifiesten directa o indirectamente en otros tipos de relaciones humanas y en sus cambios a lo largo del tiempo. Y esto no es un enfoque sustentado en el gusto, en la creencia, o en la fe, sino que resulta del estudio científico de la historia de las sociedades humanas y de su devenir.


Quien se asume comunista no puede plantearse desaparecer un solo tipo de opresión o discriminación sin ver el resto del panorama y de la realidad. Sin embargo, tampoco puede plantearse combatir una “opresión” cualquiera como base para cambiar el resto de condiciones. La tarea de acabar con la opresión a la mujer, a los pueblos denominados indígenas, a las diversidades sexuales, a ciertas poblaciones y a las infancias, no puede plantear como algo secundario o en un mismo plano la cuestión del modo de producción y la clase (como se hace desde la interseccionalidad). El tener o no un capital —un capital real y no los “capitales” conceptualizados hasta el absurdo por una diversidad de teorías— por un lado, o el vivir de la venta de la fuerza de trabajo, por el otro, atraviesa el resto de situaciones y determinan cómo las experimenta cada persona en lo concreto, así como determina sus posibilidades de vida.


Por otro lado, no podemos dejar de señalar la imposibilidad de resolver cada uno de esos problemas por separado en los marcos del capitalismo— es simplemente imposible, especialmente para la clase trabajadora. Por más que se institucionalicen programas de género o de combate al racismo, la realidad material objetiva de la mayor parte de la población les impide cambiar de forma determinante su situación y/o su conciencia, a diferencia de lo que esperaría la intelectualidad pequeñoburguesa. Los graves problemas que se experimentan en esos aspectos ameritan de un cambio radical de las relaciones de producción: sustituir una sociedad por otra, un modo de producción por otro. De otra manera, la solución completa a esos problemas quedará solamente como una fantasía utópica de intelectuales. Y como comunistas, precisamente porque entendemos la urgencia de soluciones, señalamos abierta y decididamente el camino para ello: la Revolución socialista. Nuestra lucha no es contra conceptos o contra abstracciones; nuestra lucha es por arrancar a la burguesía su propiedad capitalista y por destruir el Estado burgués para dar inicio a la construcción del socialismo.

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