Por Núcleo Felipa Poot
“El hombre en la familia es el burgués; la mujer representa en ella al proletario”, decía Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Sería una necedad negar hoy en día el hecho de que, por regla general, existe una relación de opresión de los hombres hacia las mujeres, que se expresa, sobre todo, en el ámbito de las relaciones privadas. No hace falta más que mirar el brutal y nada extraño trato que reciben tantas mujeres por parte de sus maridos, incluidas las familias proletarias. Un trato tanto más brutal cuanto mayor es la dependencia económica de las mujeres hacia sus esposos. Sin embargo, no podemos explicar esta violencia ni por una supuesta “naturaleza” violenta inherente al ser hombre ni por cierta tendencia “propia” de los obreros y campesinos a ser violentos con las mujeres de su clase. Para explicar este y otros fenómenos relacionados con el género y la clase, es preciso un análisis materialista, que en nada tiene que ver con querer establecer una equivalencia entre los hombres y los burgueses y entre las mujeres y el proletariado, como si entre hombres y mujeres existieran las contradicciones irresolubles que hay entre la burguesía y el proletariado.
En primer lugar, el machismo no es característico solamente del proletariado. En este punto de la historia, es característico, en mayor o menor medida, de todos los hombres que arrastran la vieja herencia de la opresión sobre las mujeres. Aunque, claro, a la burguesía le encantaría promover la idea de que el machismo es un mal propio de los obreros y campesinos, del cual los hombres burgueses estarían exentos.
En segundo lugar, debemos entender cómo ha cambiado la relación entre hombres y mujeres a lo largo de la historia, a lo largo de sucesivos modos de producción y formas de sociedad, de familia y de propiedad. En este aspecto, rechazamos los planteamientos teóricos que afirman que entre hombres y mujeres hay una contradicción irresoluble asentada sobre la base de las diferencias biológicas. Ante todo, debemos de señalar siempre las condiciones materiales e históricas concretas en que la relación entre ambos sexos se ha ido construyendo hasta nuestros días. La relación mujer-hombre ha cambiado conforme las sociedades han cambiado, y esta relación, desde la división de la sociedad en clases, reviste formas diferentes según se trate de una u otra clase.
En tercer lugar, no podemos dejar de ver que las ideas dominantes en un determinado momento son las de las clases dominantes. Las clases dominantes tanto actuales como pasadas se han encargado de fomentar la denigración de las mujeres y de salvaguardarla. Los hombres han aprendido a someter a las mujeres desde temprana edad; y las mujeres han aprendido a dejarse someter. Estos comportamientos e ideas, complejamente entrelazados, han sido perfectamente armónicos con la base material de las sociedades de clase, que han favorecido a las clases explotadoras, y han sido reproducidos en la conciencia de las masas. Tan solo veamos cómo hoy en día la burguesía se enriquece con la pornografía, la prostitución y la cosificación de las mujeres. No se puede mirar solamente al obrero que compra revistas pornográficas y que silba a las mujeres en la calle. Tiene que mirarse al burgués que se enriquece con ello y que está empeñado en que esas ideas y comportamientos se sigan reproduciendo en toda la sociedad. Y no para quitarle responsabilidad al obrero, sino para dimensionar el problema. Por el contrario, en una sociedad socialista no existen ya los fundamentos materiales para perpetuar y reproducir el sexismo y la cosificación femenina. En una sociedad socialista sí existen las bases para acabar con ello con el trabajo pedagógico adecuado. Ese trabajo que hoy se topa con obstáculo tras obstáculo, con contradicción tras contradicción.
Es nuestro deber como comunistas reconocer los males y vicios que nuestra clase arrastra y combatirlos al mismo tiempo. La lucha por la emancipación de la mujer no puede esperar hasta el triunfo de la revolución socialista para llevarse a cabo. Esta lucha debe ser una prioridad en nuestro actuar cotidiano. No obstante, sería un error de nuestra parte condenar a los obreros bajo la idea de que “siempre han sido y siempre serán machistas”, dejando de lado la obligación comunista por elevar su conciencia y por organizar y realizar la Revolución proletaria y socialista.
De entrada, hemos de reconocer una realidad objetiva: que la mujer, en abstracto, sí sufre una opresión por cuestiones de género. Ahora bien, quedarnos únicamente en lo abstracto puede desembocar en dos interpretaciones limitadas. Primero, pensar que todas las mujeres sufren el mismo nivel de opresión. Esto es falso en tanto son las mujeres de la clase trabajadora quienes padecen las peores opresiones que puedan existir por cuestión de género. El Partido Comunista de México ha producido gran material al respecto, tanto por directrices de su Comité Central como por iniciativa creadora de varias camaradas guiadas por el marxismo-leninismo, todo como resultado de la discusión colectiva llevada a cabo en su VI Congreso.
En segundo lugar, quedarnos en lo abstracto puede llevar a una segunda interpretación igual de peligrosa: hablar de que la contradicción principal de la sociedad se circunscribe a la cuestión de género y no a la de clase. ¿En qué radica esa peligrosidad? En que, a partir de esa idea, las tareas del movimiento femenino apuntan, no hacia luchar contra el sistema capitalista, que glorifica y perpetúa la opresión contra la mujer, sino a levantar barreras contra la clase que puede llevar a ese derrocamiento revolucionario de la burguesía.
¿En qué sentido se da esto? Es un hecho que una gran parte de la masa obrera reproduce actitudes machistas debido a que se ha desenvuelto bajo el sistema que permite esas expresiones. El ser humano no nace con un “gen machista”, sino que se infecta con él gracias al sistema en el que nace y crece. En ese sentido, así como es innegable que la mujer en general es quien sufre de las peores opresiones en este sistema, también es innegable que una gran parte de nuestra clase ha interiorizado muchas actitudes machistas y misóginas. Pero, así como las ha aprendido, puede desaprenderlas, por decirlo de algún modo. Es posible que, con un trabajo ideológico adecuado, con paciencia, en el propio desenvolvimiento de la lucha, poco a poco vaya comprendiendo que es intolerable tener esas ideas, vaya asimilando que la mujer que tiene al lado suyo, que va a la misma fábrica que él, que padece la misma explotación de clase, no es un objeto de su consumo, no es su sirvienta ni es un ente que vive para cumplir todos sus caprichos, sino que es un ser humano igual que él, que merece el mismo respeto y el mismo trato. Es en este punto en que se expresa el compañerismo y la camaradería entre hombres y mujeres a los que atraviesa la verdadera contradicción de la sociedad, que lejos de enfrentarles entre sí, les une: la contradicción de clase, la lucha de la clase trabajadora contra la burguesía.
Desde luego, hay diferentes maneras en que el trabajador asuma este nivel de conciencia, que inevitablemente se expresará en el respeto mutuo hacia su compañera, pero muchas veces éstas son terriblemente dolorosas. Hemos sido testigos de cómo en varias manifestaciones feministas llega el padre, el hermano, el hijo, etc., portando con una tristeza indescriptible la fotografía de su familiar desaparecida o asesinada. En esas situaciones, el varón de la clase trabajadora ha llegado a la comprensión de que la lucha que miles de mujeres llevan a cabo por acabar con las situaciones de violencia hacia su género son absolutamente justas, pero, ¿a qué costo? Al costo de haber tenido que sentir en carne propia la pérdida de una miembro de su familia a causa de la ola de feminicidios y violencia contra las mujeres. Nosotros y nosotras como comunistas, preferimos indudablemente que nuestra clase llegue a esa comprensión sin necesidad de que pase por ese insoportable dolor y es por ello que hacemos todo lo posible por educar a nuestra clase.
Ahora bien, dicho lo anterior, puede ir quedando claro que, para lograr la tarea histórica de nuestra clase, es decir, el derrocamiento del capitalismo y, con ello, las condiciones materiales que permiten la opresión de la mujer, es necesario unir a la clase obrera, a las mujeres y hombres proletarios para llevar a cabo esta misión. En ese sentido, es absolutamente perjudicial sembrar divisiones en nuestra clase, entre los hombres y las mujeres trabajadoras. ¿Qué ocurre, entonces?
Recientemente, por parte de un sector del movimiento feminista, se han producido afirmaciones de corte anti-obrero. Expresiones del tipo “el obrero es, ante todo, un opresor de su esposa” pueden expresar una realidad: que en el capitalismo se permite la opresión de la mujer por parte del hombre, sea burgués o proletario. No negamos eso, incluso una gran parte de las mujeres proletarias pueden dar testimonio de eso. Es una realidad que más arriba hemos reconocido, pero no solo eso, sino que hemos esbozado cuáles son las razones de ello a partir de una explicación científica.
Sin embargo, la peligrosidad radica en que, por un lado, quienes lanzan tan a la ligera esta afirmación, no hacen un análisis ni un estudio materialista de la realidad que permita identificar, no solo las causas de esta situación sino también las soluciones de la misma; y por el otro, sumado a lo anterior, se lanza desde una posición de absoluta ventaja que resulta extraordinariamente atrayente para las mujeres de ambas clases, incluida una buena parte de las mujeres proletarias que las asumen como exactas e incuestionables.
De esta manera, se produce justo lo que se trata de evitar: erigir una barrera entre las mujeres proletarias y los hombres proletarios, entre las mujeres de los sectores populares oprimidos por el capitalismo y los hombres en la misma situación. En este punto, hemos de matizar adecuadamente la situación. Una parte de la masa de mujeres que se siente atraída por el movimiento feminista asimila esta afirmación. Es deber de las mujeres comunistas luchar ideológicamente contra esas ideas, pero ello no debe significar atacar ni criminalizar a las mujeres en su totalidad que adoptan estas posturas. Sabemos que de lo que se trata es de unir y no de dividir, por lo tanto, sería absolutamente necio de nuestra parte asumir posturas ultraizquierdistas que, lejos de atraer, ahuyenten a los elementos más avanzados de ese movimiento.
Pero no podemos pasar por alto que, detrás de esas consignas y frases, que una parte de las mujeres proletarias asumen de manera espontánea, se encuentra un intento deliberado de la burguesía para cerrarle el paso a la clase obrera. En la mayoría de los casos, detrás del discurso, sumamente justo, de que entre el proletariado persisten actitudes machistas (que, como hemos dicho, es el resultado de reproducir el pensamiento de la clase dominante) no se encuentra la voluntad de organizar a la clase obrera, educarla en la lucha que, con la orientación adecuada, puede irse despegando de dichas actitudes y comprender que la mujer que tiene al lado no es un objeto a su servicio, sino una compañera de lucha igual que sus hermanos varones. Por el contrario, la mayoría de las veces hay una táctica perfectamente estudiada y calculada por los cuadros de la burguesía para sembrar, entre los movimientos espontáneos de la masa, la idea de que el proletariado es un enemigo a vencer porque es machista, dando como resultado que, en el imaginario colectivo, quede cancelada la necesidad de establecer una alianza con la clase obrera. Viéndolo con detenimiento, es claro que detrás de esas tesis hay un verdadero intento de trasladar a las masas un discurso anti-obrero, de generar odio hacia nuestra clase y, por lo tanto, de colocar una barrera que separe artificialmente a la clase trabajadora en las distintas luchas que se dan.
Los efectos de dicha táctica han sido devastadores para establecer la alianza entre el movimiento obrero y las luchas de diferentes expresiones, como la que se refiere a la emancipación de la mujer. De forma consciente o inconsciente, lo que hay detrás es la pretensión de sustituir la división real de la sociedad, la que indica que esta división es en razón de clase, por una división ficticia entre géneros y, tal como decía Engels en ocasión de polemizar contra los que se negaban a aceptar el carácter violento de la revolución, “en uno y otro caso, sirven a la reacción”.
No debe quedar duda de la necesidad de combatir ideológicamente estas concepciones, vengan de donde vengan, ya sea desde la intelectualidad burguesa, que germina en la academia, o de organizaciones oportunistas de todo tipo, algunas de las cuales, incluso, tienen la osadía de autodenominarse “comunistas”. En ese sentido, ambos sectores se toman de la mano en varias cosas: no entienden de materialismo histórico, creen que el proletariado por arte de magia se va a deshacer de formas de pensar con las cuales nacieron y crecieron bajo el capitalismo, que va a bastar con que les reciten el Manifiesto del Partido Comunista o un libro de Martha Lamas una o dos veces y a partir de eso están curados de cualquier vicio ideológico del capitalismo. Dichas personas son las que luego, al percatarse de que no es tan fácil, se “decepcionan”, abandonan el trabajo, abandonan la tarea de introducirse en los barrios obreros, en los corredores industriales, de convivir día con día con el proletariado, porque creen que dichos obreros “no tienen solución”. En sus diminutas mentes de intelectuales de oficina, que jamás se han metido a platicar y convivir con la clase obrera, no hay espacio para entender que, como decía Marx, “es el ser social lo que determina la consciencia”. Por lo tanto, terminan haciendo rabietas y berrinches pequeñoburgueses al darse cuenta de que la vida material no coincide con lo que han leído en sus manuales prefabricados de marxismo-leninismo o escuchado en los conversatorios de Marcela Lagarde.
Después de todo lo dicho, ¿en qué podemos concluir? Para empezar, aceptando que, efectivamente, en nuestra clase persisten estas actitudes herencia del sistema capitalista y que, en tanto no se eleve su nivel de conciencia y se les oriente hacia la destrucción del capitalismo, seguirán ahí. Nuestro fin último es el derrocamiento revolucionario del capitalismo y la construcción del socialismo-comunismo. Pero ese no puede ser pretexto para pensar que, hasta que no se construya el socialismo, no vamos a hacer lo posible por arrancar de nuestra clase todos los vicios que trae consigo. Las y los comunistas aspiramos a forjar a la mujer y al hombre nuevos incluso dentro del capitalismo. Eso incluye comenzar a formar la actitud que esperamos que la humanidad tenga en el socialismo. Como decía Lenin, no queremos construir el socialismo con mujeres y hombres nuevos, perfectos, sino con los hombres y las mujeres de hoy. Esperar a que toda la sociedad se cure de los vicios del capitalismo para, después, emprender la tarea de la construcción socialista es una verdadera trampa idealista. Entre tanto no cambie la base material, la base ideológica, en sus nueve décimas partes seguirá igual. Pero eso no quiere decir que las y los comunistas, la parte más avanzada de la clase obrera, tengan que seguir reproduciendo las actitudes de este podrido sistema. Es obligación suya dar el ejemplo del tipo de ser humano que queremos para el futuro.
Pero esa aspiración no debe ser una limitante para hacer el trabajo entre la clase obrera. Debemos tener la paciencia y la sensibilidad para comprender de forma materialista por qué la clase obrera aún no se libra de esas actitudes. Si, por el contrario, partimos de esa contradicción secundaria como condición para desarrollar el trabajo, más nos vale irnos asegurando un lugar en la academia, realizando maestrías en cuestiones de género, empaparnos con seminarios de Judith Butler y otras y otros pensadores “progresistas”, porque serviríamos más como intelectualoides con teorías prefabricadas que como comunistas. La realidad objetiva, despojada de todo idealismo pequeñoburgués, nos indica que nuestra clase es como es y no como quisiéramos que sea. Para que sea como quisiéramos que en el socialismo sea, hace falta estar ahí con ella, convivir con ella, no verla con repulsa y precisamente combatir estas pretensiones anti-obreras.
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