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El sistema de justicia no está hecho para la clase trabajadora

  • Foto del escritor: chaksaastal
    chaksaastal
  • hace 2 días
  • 3 Min. de lectura

Por: Luna Grajales.



Hablar de justicia en un país profundamente desigual es como hablar de salud en una casa sin agua. Suena bien, es una necesidad, pero para muchas personas simplemente no es una realidad accesible. El sistema judicial, que supuestamente debería garantizar nuestros derechos, es en realidad una parte de la superestructura burguesa, pensada y diseñada para beneficiar a unos pocos: a quienes tienen dinero, contactos, tiempo y poder. No está construido para proteger ni servir a la clase trabajadora que tiene que trabajar para sobrevivir.


La mayoría de las leyes están redactadas desde escritorios donde nunca se ha sentido el hambre ni la incertidumbre. Quienes las promueven no conocen lo que implica salir a las cinco de la mañana para tomar un transporte público, trabajar ocho o diez horas por un salario que apenas alcanza, y regresar a casa a cuidar a hijos, padres o hermanos. Mucho menos conocen lo que significa tratar de buscar justicia en medio de todo eso. ¿Cómo exigir una pensión alimenticia si no puedes faltar al trabajo porque te descuentan el día o te corren? ¿Cómo seguir un proceso legal si tienes que estar haciendo filas interminables en oficinas públicas mientras tus responsabilidades se acumulan y existe la amenaza de despido u otra represalia por defender tus derechos?


El sistema judicial exige recursos: dinero para un abogado, transporte para acudir a audiencias, tiempo para llenar formularios, fotocopias, firmas, sellos y vueltas burocráticas que consumen los días como si el tiempo de la clase trabajadora valiera menos. La realidad es que el acceso a la justicia en este país es un asunto de clase. A quienes tienen dinero, el sistema les abre las puertas y les ofrece alternativas: asesoría, representación legal, plazos flexibles. A quienes no tienen nada, el sistema les lanza encima toda su carga pesada: indiferencia, lentitud, maltrato institucional y procesos eternos.


Mientras tanto, quienes realmente sostienen este país con su trabajo diario —las y los obreros, los repartidores, empleados del hogar, las madres solteras, los estudiantes que también trabajan— son ignoradas por el aparato de justicia. Y cuando alzan la voz, cuando intentan ejercer su derecho, se enfrentan no solo al sistema jurídico, sino también al estigma social por no apretarnos el cinturón y aguantar las cadenas de la explotación y la injusticia.


Por otra parte, un propio sector de la burguesía, queriendo presentarse como la cara “progresista” de la dictadura burguesa, nos dice que “no luchamos por nuestros derechos, que no exigimos, que no denunciamos”. Pero nadie habla de lo desgastante que es intentar todo eso sin la asesoría adecuada, sin dinero y sin tiempo. No es que no queramos justicia: es que este sistema nos ha hecho creer que no la merecemos si no podemos pagarla. Tampoco es porque no nos importe, sino porque no podemos darnos el lujo de dejar de trabajar para pelear lo que por derecho ya nos corresponde. Como quiera, incluso ese sector “progresista”, una vez en el Poder, también termina arrojando sobre nosotros toda su maquinaria estatal cuando nos decidimos luchar.


La clase que controla este país —esa que vive cómoda, protegida por apellidos, herencias y, sobre todo, por el Estado burgués y sus instituciones— no necesita que el sistema cambie. Para ellos, todo funciona bien así. Y por eso nunca habrá justicia verdadera mientras quienes hacen las leyes, las aplican y las interpretan no vivan las mismas condiciones que la mayoría. No se puede confiar en una justicia creada por quienes nunca han tenido que luchar por ella o a quienes no les conviene que haya una sociedad diferente.


Pero resistimos y luchamos. Aunque el sistema nos excluya, aunque nos empuje a callar, seguimos buscando la manera de hacer oír nuestras demandas. Porque la lucha por la justicia también es una lucha de clase. Y aunque parezca que todo está en nuestra contra, cada vez que una mujer exige una pensión, cada vez que un trabajador denuncia un abuso, cada vez que alguien alza la voz frente a la impunidad, estamos sembrando el cambio.


Queremos un sistema justo, accesible y digno. Queremos un país donde pedir lo que nos corresponde no sea una carga imposible, sino un derecho garantizado. Hasta que eso pase, no dejaremos de señalar lo que está mal. Porque el sistema de justicia, tal y como existe hoy, no está hecho para nosotros. Pero eso no significa que no podamos transformarlo. Hasta que la justicia deje de ser un privilegio, no habrá verdadero cambio. Porque mientras el sistema siga al servicio de quienes lo controlan, seguiremos viendo cómo se reparten los derechos como si fueran favores, y no como lo que son: conquistas que deberían estar garantizadas para todos y todas, especialmente para quienes sostienen con su esfuerzo esta sociedad.

 
 
 

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